A pesar de la bonanza económica que, supuestamente, hemos vivido estos últimos dos o tres años tras la crisis desatada en 2008, los monitorios (procesos civiles en los que se reclaman deudas y facturas pendientes) se han disparado.
Según datos del Consejo Superior del Poder Judicial, han alcanzado casi las 3.000 demandas por día hábil durante el primer trimestre del año. Este dato es, entre otras cosas, reflejo del aumento imparable de las insolvencias, especialmente entre las pymes y las micropymes.
La insolvencia, recordemos, es la situación por la que atraviesa una persona, ya sea física o jurídica, cuando no puede hacer frente al pago de sus deudas. Es decir, cuando el activo circulante es inferior al pasivo exigible. Es lo que comúnmente llamamos bancarrota o quiebra, en el caso de las empresas. Es una situación penosa, tanto para el o la empresaria como para los trabajadores. Y por supuesto no tiene porqué constituir delito alguno.
Pero, no siempre es así. A veces, el no poder pagar puede constituir que la empresa esté incurriendo en un delito de insolvencia punible, castigado en el código penal con una multa de hasta cinco años.
¿Cuándo ocurre eso? ¿Cuándo se convierte en delito el hecho de que no pueda pagar? Obviamente, cuando hay un engaño de por medio. Cuando la empresa,con un ánimo de anular las legítimas expectativas de los acreedores, destruye u oculta real o ficticiamente los activos con los que podría hacer frente a dicha deuda, resultando una disminución del patrimonio empresarial, que dificulta o imposibilita el cobro.
No es necesario que el deudor se encuentre en una situación de insolvencia total o parcial, sino que es suficiente con una insolvencia aparente, que surge como consecuencia de la enajenación real o ficticia, onerosa o gratuita de los propios bienes de su patrimonio.
El código penal enumera un elenco de acciones que son contrarias al deber de diligencia del empresario. Básicamente, todas ellas tienen como denominador común operaciones que no tienen justificación económica o empresarial. Por supuesto la más claramente punible es la ocultación o destrucción de bienes, patrimoniales o no, que habrían estado incluidos en la masa del concurso en el momento de su apertura.
Pero también acciones como la transferencia de dinero o activos patrimoniales, las operaciones de venta y prestaciones de servicios por un precio sospechosamente inferior a su coste de producción que no tengan justificación empresarial o económica.
Otra acción punible y bastante habitual en casos de insolvencia es la simulación de créditos a terceros, el reconocimiento de créditos ficticios o la participación en negocios especulativos sin, de nuevo, ninguna justificación económica y sea contrario al deber de diligencia del empresario en la gestión de asuntos económicos.
La contabilidad de una empresa es otro de los focos más habituales a la hora de delinquir en casos de bancarrota. No llevar contabilidad, tener una doble, destruir o alterar los libros contables, formular cuentas anuales de un modo contrario a la normativa de manera que se dificulte o imposibilite el examen o valoración de la situación económica real del deudoro incumplir el deber de formular el balance o el inventario dentro de plazo.
Además, hay dos tipos penales más que el Código Penal recoge como punibles. Cuando el perjuicio económico a uno de los acreedores sea superior a los 600.000 euros y cuando al menos la mitad del importe de los créditos concursales tenga como titulares a la Hacienda Pública (de cualquiera de las Administraciones Públicas) y a la Seguridad Social.
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